Discurso de Presentación de Cartas Credenciales

DISCURSO DEL EMBAJADOR DE MÉXICO, ENRIQUE OLIVARES SANTANA, CON MOTIVO DE LA CEREMONIA DE PRESENTACIÓN DE SUS CARTAS CREDENCIALES A S.S. JUAN PABLO II

Ciudad del Vaticano, 28 noviembre 1992

 

Su Santidad Juan Pablo II:

Con respeto pongo en sus manos las cartas que el Gobierno de los Estados Unidos Mexicanos ha expedido en mi favor y que me acreditan ante el Gobierno del Vaticano como Embajador Extraordinario y Ministro Plenipotenciario.

Con este solemne acto concluye un proceso que encierra múltiples significados.

De esta manera un pueblo poseedor de una cultura milenaria entabla un diálogo, por voz del representante de su Gobierno, con el Jefe Supremo de una institución también milenaria.

Guardo la convicción de que la afortunada coincidencia de valores por los cuales han luchado tanto la Santa Sede como México, sienta desde ahora las bases de una fructífera y enriquecedora relación, normada por el signo de la amistad y determinada por el mutuo respeto.

Tanto la Santa Sede como México, han sido luchadores infatigables por lograr la paz y la armonía en el concierto internacional. Prueba de ello lo son sus desempeños en los órganos internacionales creados para tales fines, así como su participación como signatarios de los instrumentos forjados en el ámbito del Derecho Internacional concertado. En diversos momentos de la vida internacional, una y otra apoyaron las mociones propuestas por sus representantes en diversos foros, encaminadas al logro de tan nobles propósitos.

Tanto la historia de la Iglesia como la de México contienen innumerables capítulos que relatan sus luchas por lograr la instauración de la libertad y la justicia. En ambos casos, aun cuando en distintos tiempos, la defensa de tales valores implicó la realización de actos de enorme valor humano. La esencia de tales anhelos ha quedado plasmada en los documentos que forman el rico acervo en el que ambos se nutren, como fuentes que inspiran y norman sus actos.

El diálogo que a partir de ahora se ha instaurado se caracterizará por su transparencia. De hoy en adelante el Gobierno de México y la Santa Sede hablan a la vista del mundo entero. Su ejercicio será llevado a cabo de acuerdo con las normas consagradas por el Derecho y los principios universalmente aceptados en las reacciones internacionales. Su relación bilateral se abre con posibilidades amplias de concertar fórmulas específicas de cooperación, sin más límites que los establecidos por la ley y la imaginación de los diplomáticos de ambas cancillerías.

Me toca representar -ante el Vaticano- a un país que a lo largo de su historia ha perfilado con claridad las normas que rigen la relación entre los ámbitos temporal y espiritual. La rica y, en ocasiones turbulenta historia de México, nos ofrece hoy como legado el principio de separación entre el Estado y las Iglesias. Este mismo principio fue defendido por la Iglesia católica cuando vio peligrar la esencia de su misión por la intervención de los poderes públicos. Así, ya en la antigua Roma el cristianismo separó frente al Emperador lo que era de Dios y lo que correspondía al César.

México conserva entre sus valores más entrañables, aquellos que recibió de los hombres que, desde Europa o en el Nuevo Mundo, defendieron los derechos humanos de los naturales, aun a costa del enojo de los poderosos. En sus anales, destacan con caracteres sobresalientes los nombres de Su Santidad Paulo III, autor de las letras apostólicas “Veritas ipsa” en defensa de los indios; de los Obispos Julián Garcés, Bartolomé de las Casas y Vasco de Quiroga; de los Frailes Bernardino de Sahagún, Pedro de Gantes, Toribio de Paredes (Motolinía), Jacobo Daciano y muchos otros; así como de los teólogos juristas que, desde sus cátedras en España, enfrentaron a una burocracia real que pretendía encontrar justificación ideológica a sus desmanes.

Bajo tan buena y notables coincidencias, nos abrimos pues a un futuro prometedor, en una relación que se inicia bajo el signo de la reconciliación. Consolidaremos en trato que ahora da comienzo con dignidad, prudencia y responsabilidad y dentro de un mutuo espíritu de comprensión. Estoy convencido que existe una perfecta voluntad recíproca de restañar las cicatrices que perduren de las viejas heridas y de edificar y transitar por lo mejores caminos para el porvenir de esta relación que ambas entidades han buscado con buena fe y elevadas miras.

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEÑOR ENRIQUE OLIVARES SANTANA, EMBAJADOR DE MÉXICO ANTE LA SANTA SEDE

28 noviembre 1992

Señor Embajador:

Con viva complacencia recibo las Cartas Credenciales que lo acreditan como primer Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de los Estados Unidos Mexicanos ante la Santa Sede. Al darle mi cordial bienvenida a este acto de presentación, me es grato reiterar ante su persona el profundo afecto que siento por todos los hijos de aquella noble Nación

Al deferente saludo que el Señor Presidente, Lic. Carlos Salinas de Gortari, ha querido hacerme llegar por medio de Usted, correspondo con sincero agradecimiento, y le ruego tenga a bien transmitirle mis mejores augurios de paz y bienestar, junto con las seguridades de mi plegaria al Altísimo para que le asista en su misión al servicio de todos los mexicanos.

El establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede representa un hito importante en el proceso de diálogo abierto y constructivo instaurado en los últimos años, y que el Episcopado Mexicano califica como “arranque de una nueva etapa de la historia de la Iglesia en México” (Declaración de la Conferencia del Episcopado Mexicano con ocasión de las Reformas Constitucionales, 25 de diciembre de 1991). Hago fervientes votos para que el nuevo clima de leal colaboración y entendimiento entre la Iglesia y el Estado redunde en copiosos frutos de fraterna convivencia y creciente progreso social y espiritual para bien de todos los amadísimos hijos de su noble País.

Viene Usted a representar ante la Sede de Pedro a una Nación que se ha caracterizado por su condición de católica, como lo muestra su legado histórico y los valores que inspiran su identidad misma, profundamente enraizada en una visión cristiana de la vida. Su alusión a mis visitas pastorales a México en 1979 y en 1990, traen a mi memoria aquellas inolvidables jornadas de fe y esperanza, durante las cuáles pude apreciar los más genuinos valores del alma mexicana que inspiran la base cultural, los criterios de juicio y normas de acción de un pueblo, nacido al amparo de la cruz de Cristo y alentado por la presencia de María de Guadalupe, que durante casi quinientos años ha forjado esa convergencia tan peculiar entre el mexicano y la Iglesia católica.

México, en virtud de las raíces cristianas y valores morales que han confi­gurado su ser como Nación a través de la historia, puede contribuir de modo relevante a la noble tarea de reforzar entre los pueblos las bases de la pacífica convivencia y solidaridad en el marco de la justicia y el respeto mutuo, teniendo siempre como punto de referencia una recta concepción del hombre y de su destino trascendente. En efecto, como afirma el Concilio Vaticano II, “la fe todo lo ilumina con nueva luz y manifiesta el plan divino sobre la entera vocación del hombre; por ello, orienta el espíritu hacia soluciones plenamente humanas"  (Gaudiuni et spes, 11).

Los importantes cambios que en los últimos años se han producido en la vida política internacional, Señor Embajador, exigen de todos un renovado esfuerzo en favor de los valores supremos de la paz y armonía entre los pueblos. Dichos cambios afectan a todos los Países, incluido México, y constituyen un verdadero desafío a asumir la propia identidad para adecuarse mejor a las exigencias de los tiempos e integrarse de modo más pleno y eficiente en los diversos niveles de participación de la vida internacional.

Seguimos con particular interés el papel que México viene desarrollando en favor de una más estrecha y solidaria colaboración entre los países del Continente Americano. Su peculiar posición, a caballo entre Norte y Sur, le abre esperanzadoras perspectivas de intercambio y progreso que, armonizando la legítima salvaguardia de los intereses nacionales con los de otros pueblos, contribuya a encontrar vías de solución a los urgentes problemas que aquejan a no pocos Países del Centro y Sur del continente.

Particularmente significativa, en este sentido, fue la cumbre Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Estado, que tuvo lugar el año pasado en Guadalajara -continuada por la del presente año en Madrid - donde se puso de manifiesto la voluntad de fortalecer los lazos de amistad y cooperación entre las Naciones iberoamericanas. A este respecto, deseo recordar las palabras que pronuncie durante la amable visita a esta Sede Apostólica del Señor Presidente de la República, Lic. Carlos Salinas de Gortari: “Muchas circunstancias de la hora presen­te están exigiendo con urgencia no sólo que se resuelvan los casos de conflicto y lucha en América Latina, sino que se pongan sólidas bases para lograr la deseada integración de unos pueblos a los que la geografía, la historia, la fe y la cul­tura han unido con lazos tan fuertes que con razón puede decirse que constitu­yen la gran familia latinoamericana” (Discurso, 9 de julio de 1991).

Ayer como hoy, la Iglesia, con el debido respeto a la autonomía de las instituciones y autoridades civiles, continuará incansable en promover y alentar todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progre­so integral, favoreciendo siempre la dimensión espiritual y religiosa de la perso­na en su vida individual, familiar y social. El carácter espiritual y religioso de su misión le permite llevar a cabo este servicio por encima de motivaciones terrenas o intereses de parte pues, como señala el Concilio Vaticano II, “al no estar ligada a ninguna forma particular de civilización, la Iglesia, por esta su universalidad, puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes naciones y comunidades humanas, con tal de que éstas tengan confianza en ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal misión” (Gaudium et spes, 42).

En efecto, la Iglesia está llamada a iluminar, desde el Evangelio, todos los ámbitos de la vida del hombre y de la sociedad y considera misión propia la salvaguardia del valor trascendente de la persona. Por otra parte ‑‑como reitera el mismo Concilio‑ ella “no se confunde en modo alguno con la comunidad política, ni está ligada a sistema político alguno (...) Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre” (Gaudium et spes, 76). Como puse de relieve en mi encuentro con los Obispos de México durante mi última visita pastoral a su País, “es un hecho fácil de constatar que muchos problemas sociales e incluso políticos tienen sus raíces en el orden moral, el cual es objeto de la acción evangelizadora y educadora de la Iglesia. Así, vemos que la vida cristiana refuerza la institución familiar, favorece la convivencia y educa para vivir solidariamente y en libertad según las exigencias de la justicia. No se trata de una injerencia indebida en un campo extraño, sino que quiere ser un servicio a toda la comunidad desde el Evangelio, en el respeto mutuo y la libertad” (Discurso al Episcopado Mexica­no, 12 de mayo de 1990).

En el contexto de las nuevas situaciones y nuevos retos con que hoy nos enfrentamos, es necesario promover una conciencia solidaria que aúne voluntades y esfuerzos en orden a debelar la pobreza y el hambre, el desempleo y la ignorancia. Tal como lo viene proclamando reiteradamente el Magisterio de la Iglesia, se trata de ir logrando aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y a las familias, así como a los grupos intermedios y asociaciones, su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones de progreso integral.

A este propósito, ha de procurarse que las iniciativas orientadas a estimular el desarrollo económico respeten siempre los principios de equidad en la justa distribución de esfuerzos y sacrificios por parte de los diversos grupos sociales. Cuando está en juego el futuro de tantas personas y familias, la puesta en práctica de reestructuraciones económicas ha de llevarse a cabo en el irrenunciable marco de la justicia social y la solidaridad, participando cada cual en los costos económicos y sociales que ello conlleva. De modo particular, corresponde a los poderes públicos la función de velar para que los sectores más desprotegidos sean convenientemente tutelados para que no queden excluidos del dinamismo del crecimiento y puedan, por el contrario, participar en la tarea común de construir una patria más justa, fraterna y acogedora. “Para la realización de los ideales de solidaridad entre todos los mexicanos es necesario que la sociedad que se quiere construir lleve el sello de los valores morales y trascendentales, pues ellos representan el más fuerte factor de cohesión social” (Discurso al Señor Presidente de México, 9 de julio de 1991).

Señor Embajador, antes de terminar este encuentro, deseo expresarle las seguridades de mi estima y apoyo, junto con mis mejores votos para que la importante misión que le ha sido encomendada sea fecunda para el bien de su País. Le ruego que se haga intérprete de estos sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente de la República y dignas Autoridades de México. Por mediación de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de la Nación mexicana, elevo mi plegaria al todopoderoso para que asista siempre con sus dones a Usted y a su familia, a sus colaboradores, a los gobernantes de su noble País, así como al amadísimo pueblo mexicano, tan cercano siempre al corazón del Papa.