Cartas del Embajador

"PENSADOR MEXICANO"

 Alberto Barranco Chavarría

 

 

Cercano el soplido de la muerte, el puño y letra colocó dos últimos deseos: Colocar a pie de sepulcro una lápida simple; “Aquí yace el Pensador Mexicano, quien hizo lo que pudo por su Patria” y “mandó que no me velen. Las veladas son inútiles a los enfermos, pero muertos de nada sirven sino en divertir holgazanes y tal vez enfermar más a los deudos”. José Joaquín Fernández de Lizardi, el primer novelista mexicano. El periodista liberal con fama de comecuras en cuya bitácora se notan 73 ingresos en la cárcel. El que alimentó en letras y acciones de valor la causa insurgente. Al que escuchaba, trabajadora doméstica en casa rica, Josefa Ortiz, luego de Domínguez, escondida entre el cortinaje, su lectura de los iluministas franceses que sembraron la semilla de la revolución. Los textos prohibidos. El sendero camina del Colegio de San Ildefonso a su primer periódico satírico que le colgaría seudónimo: “El Pensador Mexicano”, a más aventuras en la ciudad novohispana, el clasemediero devenido en vago Pedro Sarmiento, por mal nombre Periquillo y por razones obvias Sarniento. Las peluquerías y sus juegos vulgares; las carnicerías situadas de perros famélicos, los mercados, los dichos y remedios caseros. El estilo mordaz colocaba en juego la conversación entre un payo y un sacristán, o la extravagancia de “Un fraile sale a bailar o la música no es mala”. Lizardi rebelde, pobre, hambriento, sarcástico, predicador contra los predicadores, cuyos restos fueron comidos por cerdos al convertirse en zahúrda el terreno cercano a la iglesia de San Lázaro donde fue sepultado. Mil historias en un personaje.