Cartas del Embajador

"PUENTE DE NONOALCO"

 Alberto Barranco Chavarría

 

Al trajín de “Estrella-La Villa” el paisaje era dual. Hacia el Norte la sorna lanzaba uno y otro oooooleees a la faena hechiza de las muletillas: las carretillas con cuernos en papel de furioso toro; la franela roja como capote y las tandas de verónicas, gaoneras y pases de pecho. Más cornadas da el hambre, diría Luis Spota. Hacia el Sur la oferta era triple: la silueta golpeada ferozmente por el tiempo de la iglesia de San Miguel Nonoalco y su eterna feria: la rueda de la fortuna, los dardos con proa a globos; la niña que se volvió sapo por desobedecer a sus padres; el desfile de tornillos y figuras de animales en reto al ojo del rifle de municiones. Más allá, la fila de peluqueros “de paisaje”. Cincuenta fierros el casquete corto con loción Siete Machos para el ardor de las cortadas; vaselina para que brille, y qué se fija si la sábana tiene manchas de sebo y sangre, o si el espejo clavado en el árbol esta opaco y cacarizo. El Puente de Nonoalco, signo urbano desde el amanecer de la década de los 40, deteriorado, grafitado, olvidado, pero no vencido. Con el escenario anexo de la sordidez del barrio y las espuelas de los ferrocarriles, set de películas inolvidables como “Del Brazo y por la calle”, “Vagabunda” o “Víctimas del pecado”, además de escenario a la curiosidad de la cámara de Juan Rulfo. En la larga ruta, el cabaret “La máquina loca”.