Cartas del Embajador
"ESTATUA DE COLÓN"
Alberto Barranco Chavarría
Al resplandor del Paseo de la Reforma, con perfil de galería de historia, a finales del siglo XIX, principios del XX, la amalgama colocaba en línea al desabrido monarca español Carlos IV en acecho de los gigantes Ahuízotl e Itzcóatl, los indios verdes decía la tradición, frente al genovés Cristóbal Colón, el tlatoani Cuauhtémoc y los personajes de la reforma. En el entorno recogía anécdotas el legendario Café Colón, su colosal barra de ébano, sus lunas venecianas, sus enguantados meseros de bigotes engominados, mientras del otro lado corría el tranvía de mulitas en ruta hacia el circuito de los baños, con la alberca Pane como epicentro. La alegoría del descubrimiento de América se había inaugurado en 1877, corte de listón al calce del donante, Antonio Escandón, dueño del ferrocarril México-Veracruz. El artista francés Enrique Carlos Cordier, había recreado la epopeya: Colón develando el velo del Nuevo Mundo, bajo cuyo pedestal están fray Juan Pérez de Marchena, el portero del convento de la Rábula que le abrió la puerta al sueño del genovés y lo llevó ante la reina Isabel; fray Diego de Deza, quien hurga en la Biblia en busca de algún pasaje en condena del intrépido viaje de 1492; fray Pedro de Gante, de la primera expedición de franciscanos a la Nueva España, quien abraza la cruz, y fray Bartolomé de las Casas, quien escribe un texto en defensa de los indios. En las vueltas de la vida la idea de colocar a Colón en el entonces incipiente Paseo de la Emperatriz había sido del rey Leopoldo I de Bélgica, suegro de Maximiliano, quien financiaría un viejo proyecto del escultor español Manuel Vilar, cuya obra se fundiría muchos años después para colocarla, en 1892, en la confluencia de Buenavista y Jesús García, discurso al calce del presidente Porfirio Díaz. Dos Colones en línea.