Cartas del Embajador

"CASA DE LOS MASCARONES"

 Alberto Barranco Chavarría

 

Desde sus añejas paredes, convertidas en aulas, salieron las mentes que trazarían el pensamiento de México a partir de la segunda mitad del siglo XX: Luis Villoro, Jaime Sabines, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Rosario Castellanos. La discusión, en la cafetería anexa a la biblioteca, la hacían grande el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, Tito Monterroso, Carlos Illescas, con la presencia, a veces, de visitantes como Henrique González Casanova y Teodoro Cesarman. Era el fin de la década de los 40. Era la Facultad de Filosofía. Era el esplendor de la Casa de los Mascarones, la joya de la corona de San Cosme. La obra máxima del arte churrigueresco en el orgullo de los Condes del Valle de Orizaba. Una mansión campestre al tú a tú en belleza con el Palacio de los Azulejos: 100 mil pesos como adelantó al arquitecto Ildefonso de Iniesta Bejarano. Inconclusa la obra, sus atlantes, sus columnas estípite, sus caños en forma de gárgolas, el espacio se volvería aulas. De Instituto Científico al estilo jesuita, a la primera escuela de verano, para saltar a Escuela de Música y Conservatorio, con estación en Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe. Ahí llegaría la Escuela de Ciencias Políticas y nacería la prepa seis. En el largo periplo se entrecruzan los nombres de Pedro Henríquez Ureña, Agustín Yáñez, Julio Torri, José Gaos. El transcurrir de tres siglos de la Casa de las Cariátides, bautizada por la sabiduría popular como de los mascarones.

La mansión que vio morir el acueducto, la fuente de los músicos, al deslave de la pintura del viejo San Cosme.