Cartas del Embajador: Noche del Grito

 

Despacio, a golpe de reata y sudores de 50 soldados, la campana subió a su cita con la tradición en los altos del Palacio Nacional, justo al nicho, nido, construido sobre el balcón central al repique de todas las campanas de Catedral, al vuelo de 300 palomas liberadas. Al eco de las palabras: “En esta solemnidad yo juro y juramos todos morir mil veces antes que faltar a la fidelidad a la Patria”. Era el “misión cumplida” del general Sóstenes Rocha. Era la promesa, el mandato, el he dicho del presidente Porfirio Díaz. Era la mayor de las cuatro esquilas de la iglesia de Dolores: 872 kilos; un metro y seis centímetros de diámetro superior; 77 centímetros de altura y 11 de espesor en las paredes que bordean la base inferior. La campana de la libertad. La estrella de la noche de grito. Antes era la madrugada del 16 de septiembre hasta que Antonio López de Santa Anna decretó que el muñón de su pierna mutilada huyera del frío. Y Don Porfirio institucionalizó la noche del 15 al integrar la fiesta con su santo. Durante la última parte del siglo XIX el remate del festejo para los ricos ricos se llevaba al Gran Teatro Nacional: el baile de máscaras más sonado. En la mañana el presidente Díaz iba solemne, enmedallado, sombrero de dos picos, a la gala de la Alameda Central para entregar ascensos y diplomas a la milicia. En una de esas andanzas alcanzó al general un golpe de conejo en la nuca que logró derribarlo. El atentado de Arnulfo Arroyo, a quien ni tiempo le dieron de decir el por qué o por quién.