IMÁN DE LA RELIQUIAS

 

A veces devoción, a veces simple curiosidad, la fila de peregrinos se detiene largo ante una reliquia guardada celosamente en algún templo, no solo como parte del altar, sino en alguna capilla especial. De pronto el Manto Sagrado en la catedral de la ciudad de Turín. De pronto la tumba del padre Pio en la ciudad de Pietrelcina. Y de pronto la lengua de san Antonio, los senos de santa Ágata, la sangre de san Genaro…o la charola donde se colocó la cabeza decapitada de san Juan El Bautista.

 

La ruta es larga. Los albores brotan cuando el emperador Constantino logra unificar las vertientes occidental y oriental del poderío romano, decretando la libertad religiosa. Así los cristianos que habían preservado y honrado en secreto los restos mortales de los mártires de la fe pudieron destinar fragmentos de éstos para los templos que empezaron a florecer a partir del año 313 d.C. La corriente se ensanchó cuando la madre de éste, santa Elena, transportó desde Jerusalén objetos alusivos a la pasión de Cristo: ya la cruz, la corona de espinas, la inscripción burlona colocada en la parte más alta del crucifijo, conservada aún en la iglesia de la Santa Cruz de Jerusalén ubicada en la ciudad de Roma.

 

Sin embargo, la importancia de los objetos para el culto se fue distorsionando al punto de atribuirles propiedades mágicas o poderes de taumatúrgicos. Lo que motivo una discusión al interior del Concilio de Trento en cuya conclusión se ordenaba una verificación integral de la autenticidad de las reliquias, frenando en principio su culto desordenado. La posición la reafirmó el Concilio Vaticano II en 1962. En 1984 el Código de Derecho Canónigo no sólo reguló su transferencia, sino prohibió su compra y venta.

 

La posición de la iglesia católica actual es el que las reliquias son un acompañamiento a la vida sacramental.