México es un país de fe. Fe es “confianza, buen concepto que se tiene de alguien o de algo” y los mexicanos tienen fe. Para comulgar con esa confianza hay que peregrinar a los panteones de México en los Días de Muertos.

La muerte es el reverso del misterio de la vida. Todos la tememos. Muchos la evaden. Pocos la aceptan y aquellos pocos que la aceptan a menudo lo hacen resignados. Peor aún, la aceptan aliviados, porque los cura del tedio y hastío de vivir. La aceptan como valientes, sí, pero sin alegría. Aunque el emperador Marco Aurelio supo morir, ya no esperaba seguir viviendo.

Los Días de Muertos son fiestas que celebran el ciclo de la vida, el paso a una vida más plena, y el comercio intenso entre vivos y muertos, que la Iglesia católica condensa en el dogma de la comunión de los santos. Estas fiestas, tal como se celebran en México, podrían ser especialmente útiles para una civilización que teme tanto a la muerte que condena a los enfermos a torturas indecibles en hospitales helados, para prolongar la vida, deformándola hasta que resulta peor que morir.

En la manera mexicana de celebrar las fiestas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, se celebra a la muerte que huele bien, la muerte que sabe bien, la muerte de hermosos colores, la muerte que canta y que ríe y sonríe, porque los muertos, allá donde estén, están bien, están contentos y tienen hambre y amanecieron antojados de tamal verde y champurradito. Los muertos llevan una vida feliz.

En estas fiestas, los muertos hacen el regreso a casa, para dormir en cama conocida, comer comida casera, darse un baño caliente, estar rodeados del cariño de la esposa, los hijos, los nietos y el perro. Como todos los felices, los muertos quieren serlo más, y por eso, se les abren las puertas de la casa, igualito que si estuvieran vivos. Solamente en casa se puede ser felicísisimamente feliz.

A los muertos no se les recibe con la majestad que podrían merecer seres sobrenaturales de ultratumba. Antes bien, se les regaña y se les hacen reproches: “Pero qué briago eras, canijo méndigo”, puede espetarle una viuda a su difuntito, al tiempo que acaricia su retrato y le sirve su guarito. Muertos y vivos somos de la misma pasta humana, y seguimos siendo contradicción entre ángel y simio, entre polvo y aliento.

Las fiestas del 1 y 2 de noviembre tienen mucho que enseñar porque tienen mucha sabiduría de pueblo, no de profesor ni de académico. Son fiestas de los sabios que saben de las cosas que vinieron desde muy atrás en el tiempo y que no se leen, sino que se respiran o se maman.

Si bien es una fiesta colorida, aromática y sápida, su tono no es chabacano. El poeta Carlos Pellicer describió los Días de Muertos con tino, cuando escribió: “Todo el cementerio, esa noche, es un gran jardín de fuego. El rumor de las oraciones da calor al viento frío. A media noche hay que comer y que beber. Y se bebe fuerte porque los recuerdos así lo necesitan. Caminando encontré una tumba fresca. Rezaban terminando el rosario. Me uní al grupo y respondí a la letanía. Miré al cielo. Me dolió la vida, y di gracias por estar viviendo.”

Los Días de Muertos son días de dar gracias por una vida que puede doler mucho, pero que sabe y huele bien, se escucha y se mira bien, se siente bien. En estos días, los mexicanos afirman su fe. Confían en que la vida está muy bien.

 

*Escrito de Mauricio Sanders, director del Instituto de México